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Descubrimos al primer metrosexual

22 de julio 2022

Tiempo de lectura: 3 minutos

Durante los años sesenta y ochenta a un hombre muy bien vestido se le conocía como dandy, palabra inglesa que significa “hombre extremadamente elegante”, inclusive el término se utilizaba en una variedad de productos para dar justamente esa connotación de elegancia y distinción. Con el paso de los años la palabra dandy se fue olvidando y apareció otra, “metrosexual” que hace referencia más o menos a lo mismo: un hombre de la sociedad post-industrial urbana, con un desarrollado interés por el cuidado personal, la apariencia y el estilo. Lo cierto es que sin importar si hoy se le llama dandy o metrosexual, existió a inicios del siglo XIX en Inglaterra un personaje que encarnó ambas palabras, nos referimos a George Brummell, al que nosotros hemos apodado como “el primer metrosexual”.  Aquí la historia:

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En el Londres de 1815 se hablaba irónicamente de dos grandes eventos que habían causado gran conmoción, el primero la gran victoria inglesa en la batalla de Waterloo (junio de 1815) y la segunda las estrambóticas corbatas de George Brummell (1778-1840), conocido popularmente como el “bello”. ¿Pero quién era este personaje que sus corbatas rivalizaban con el triunfo sobre Napoleón

 

Gerorge Brummell no nació en un hogar rico -el abuelo era tendero- pero el padre con mucho esfuerzo logró convertirse en el secretario personal de Lord North, conde de Guilford y en esa posición logró amasar una regular fortuna pero también conexiones que le permitieron conseguir becas para enviar a sus hijos hombres a estudiar en Eton, el colegio más exclusivo de Gran Bretaña.

 

Durante la etapa escolar Brummell se volvió muy popular debido a su estilo para vestirse, pero también por su agilidad mental para contestar cualquier ataque o insulto, y lo más importante es que se volvió íntimo amigo de un niño llamado Jorge, que no era otro que el príncipe de Galés,  que más tarde se convertiría en el rey Jorge IV(1762-1830).

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Cuando Brummell cumplió 16 años su padre muere, pero les deja a él y sus hermanos £60,000 (casi $6 millones de hoy) en un fideicomiso, del cual no podrían disponer hasta que no cumplieran la mayoría de edad, una cantidad que de ser bien administrada le hubiera permitido al muy elegante Brummell vivir cómodamente hasta el final de sus días, pero desafortunadamente no fue así, él tenía otros planes.

 

De Eton, Brummel pasó al Oriel College en Oxford, pero en vez de dedicarse a estudiar, destacó por estar siempre a la moda y evidentemente a vivir de fiesta en fiesta en un Londres que lo recibía con los brazos abiertos. Solo estuvo en Oxford un semestre, el estudio no era para él, pero logró que lo aceptaran como parte del regimiento de húsares al servicio del príncipe de Gales, y desde esa posición se las ingenió para empezar lo que él denominó  “el imperio de la elegancia”.

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Rápidamente se dio cuenta que lo suyo no era la milicia y decidió darse de baja para cumplir una misión mucho más importante: participar de la agitada vida social londinenses. Cuando cumplió los 21 años pudo disponer de la herencia de su padre, que invirtió en lo mejor que sabía hacer: “vestirse”, convirtiéndose en la autoridad máxima de la moda y el estilo en Londres, un título que desempeñó a la perfección en palacios, grandes salones y muchas fiestas. 

 

Su influencia en la manera de vestir de la época fue determinante y a él le debemos por ejemplo que el hombre dejara para siempre los pantalones cortos y las medias de seda blanca, para pasar a utilizar pantalones largos, cosa que gracias a Dios hasta aún perdura.

 

A pesar de su muy depurado estilo, eran conocidas sus excentricidades, Brummell sacaba brillo a sus botas con champán y en vez de escupir en la calle (costumbre muy común en la época), utilizaba una escupidera de plata, por que le producía un asco terrible escupir en el piso (y no le negamos razón), pero en aquélla época, macho que se respetaba escupía con fuerza, ya que era una muestra de su masculinidad.

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Tardaba horas dándose un baño, actividad que podía tomarle gran parte de la mañana y pasaba horas frente al espejo, probando distintos nudos en la corbata, para finalmente lograr un estilo muy elaborado que parecía que se había hecho a toda prisa.

 

Brummell señalaba muy convencido que si un hombre quería verse elegante el precio del guardarropa requería de un presupuesto no menor a lo que hoy serían $150,000, y con esas estrafalarias ideas evidentemente se gastó la herencia familiar y vivía permanente endeudado, pero eso sí muy bien vestido. 

 

Su amistad con el príncipe de Gales, evidentemente lo ayudó a ascender socialmente, y es que además el futuro rey de Inglaterra, vivía fascinado con su estilo y elegancia y evidentemente lo imitaba. Brummell se volvió una auténtica celebridad y su opinión respecto de moda y estilo eran una auténtica ley, pero para muchos caballeros de la época una auténtica tortura, ya que involucraba varios cambios de ropa en el día, y si lo decía Brummell pues no quedaba más que acatar. Era tanta la presión generada por todas esas reglas que por ejemplo François-René, visconde de Chateaubriand diplomático francés (1768-1848) decía “prefiero ir a las galeras que acatar las ridículas reglas de Brummell”.

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Además de tener al príncipe de Gales de su lado, ¿qué hizo que George Brummell lograra tal nivel de éxito? No era muy alto, era guapo, pero no lo que hoy llamaríamos un modelo de revista, pero cada vez que llegaba a un lugar lograba que todas las miradas y conversaciones giraran en torno de él y esto era por cómo iba vestido, y es que para empezar rompió con las coloridas prendas del llamado Antiguo Régimen, -donde los hombres vestían con encendidos colores- para optar por tonos muy sobrios y discretos pero de impecable corte, y es que para Brummell el lujo significaba que las prendas fueran elegantemente sencillas, y eso solo se lograba con finísimas telas y la confección, al punto que los sastres de Saville Row, se convirtieron en los más famosos del mundo, debido a las exigencias de Brummell

 

El look de Brummell era discreto, pero tenía estrictas reglas para verse a toda hora impecable. Se negaba a quitarse el sombrero en la calle para saludar, ya que ese movimiento le hacía perder el estilo y es que el prefería deslumbrar a gustar y lo lograba con esa perfección permanente.

 

Así como era impecable era insoportable, paraba fiestas cuando se daba cuenta que en la casa no había agua caliente, pedía sidra si el champán no era el adecuado, y llegó a perder el interés en una joven a la cual cortejaba, porque la vio durante una cena repitiendo la sopa.

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Esa falta de lo que hoy llamaríamos prudencia y tino, lo convirtió en un favorito de la escena social londinense, pero también fue lo que ocasionó su caída, y es que según cuentan las crónicas de la época en una reunión en el palacio del príncipe de Gales, se terminó el champán y para pedir que se trajera más, Brummell le dijo al príncipe “Gales, toca la campana” y el príncipe la tocó pero para pedir que prepararan el carruaje de Brummell

 

De la noche a la mañana Brummell cayó de la gracia del príncipe de Gales, y evidentemente esto fue su ruina social, ya que dejó de ser invitado y enviado a la “Siberia Social”, pero tuvo oportunidad de vengarse pero muy a su estilo: una tarde Brummell paseaba por un parque en compañía de un amigo Lord y se encontraron con el príncipe de Gales que saludó al amigo, pero a él lo ignoró, pero una vez que habían caminado solo unos pasos para lograr cierta distancia entre el príncipe y ellos, Brummell con voz suficientemente alta como para ser escuchado le preguntó a su amigo "¿quién es ese gordo al que acabas de saludar?"

 

A pesar de ese pequeño triunfo las cosas se le complicaron a Brummell quién perseguido por las deudas tuvo que huir al norte de Francia a la ciudad de Caen, desde donde escribía a antiguas amistades para recibir apoyo. Si bien es cierto su situación económica era muy precaria se encargó de engatusar a los viajeros británicos que visitaban la ciudad, con fiestas y agasajos, logrando conseguir “supuestas donaciones”.

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El hecho de no poder mantener el tren de vida al cual estaba acostumbrado, hizo que Brummell bordeara la locura, con comportamientos totalmente irracionales, tomaba cerveza -que antes consideraba una bebida ordinaria- diciendo que era champán y organizaba fiestas imaginarias para invitados imaginarios. Finalmente las deudas le pasaron factura y los franceses no tuvieron ningún miramiento para meterlo a la cárcel. Moriría en un cuarto miserable pagado por la caridad de algunos amigos.

 

Es cierto que su final fue dramático, pero nadie olvidó jamás que esa capacidad de “sabers vestir” y por eso hoy existe en Londres una estatua que lo recuerda, ubicada entre Burlington Arcade y Jermyn Street, un rincón frecuentado hoy solo por los elegantes. Con todos sus errores nadie podrá olvidar a George Brummell el primer dandy y el primer metrosexual.

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